Artículo de Joaquín Arce en el diario EL COMERCIO, publicado el 7 de mayo de 2017
Los que nos movemos en bici sabemos que las cunetas de las carreteras nacionales están llenas de basuras y de botellas de pis (al igual que muchos ríos lo están de salvaslips). Las botellas de pis las tiran algunos camioneros que, por no parar, mean dentro de la cabina. La Guardia Civil debería empapelarlos si los pillara, porque es peligroso para el tráfico y una infracción medioambiental. Pero este hecho también nos indica el alto nivel de competitividad al que están llegando profesiones precarizadas como esas, u otras, que actúan en mercados capitalistas muy liberalizados, demasiado competitivos.
En el otro extremo del mundo laboral estarían grupos como los estibadores, los controladores aéreos, e incluso, en las últimos décadas, los mineros. Son colectivos laborales, a veces mafiosos, que han conseguido funcionar como monopolios de oferta de trabajo en su sector, establecen barreras de entrada y reglas en su beneficio y castigan a la sociedad con unos costes abusivos, demasiado elevados.
En el punto medio deberíamos estar todos los trabajadores, ni explotados, ni extorsionando a la sociedad. Y lo mismo debería aplicarse también a todas las empresas.
¿pero cómo se hace eso? ¿no es muy difícil? Pues no, en realidad, si se quiere, no lo es tanto. Todo se puede conseguir con la adecuada regulación, con la intervención social en la economía y con las políticas públicas de asignación de bienes públicos, estabilización y redistribución.
Las políticas públicas de asignación permiten que, en algunos países privilegiados todos podamos disfrutar de educación, sanidad, orden público, justicia, defensa, infraestructuras, pensiones y todo el abanico de servicios públicos necesarios para tener una vida digna y protegida en un estado de derecho.
Las políticas de estabilización permiten que, cuando haya crisis económicas, los poderes públicos las puedan corregir, controlando los mercados, las fluctuaciones de la moneda y los precios, y pueda atender a los perjudicados por la crisis con seguros de desempleo y políticas sociales.
Las políticas de redistribución son la base de una sociedad moderna y cohesionada. La redistribución tradicional se consigue con la progresividad de los impuestos directos, con los impuestos sobre la riqueza, como el del patrimonio o el de sucesiones, con las leyes y con las políticas sociales de becas, ayudas, viviendas sociales, etc. En el futuro casi todas estas ayudas, que hoy son diversas y en algunos casos, condicionadas, farragosas y algo paternalistas, deberán ser sustituidas por la renta básica, una renta mínima universal para todos, que ya se está poniendo en marcha en las sociedades más avanzadas. Además cada vez se deberá dar más importancia a otra forma de redistribución: la llamada predistribución, regulando salarios máximos y mínimos y el acceso a ciertos bienes básicos como la vivienda y la educación. Se pretende preparar a la ciudadanía para defenderse desde el principio de la desigualdad. Existe evidencia de que las ineficiencias que puede provocar esta predistribución se compensan de sobra con el crecimiento adicional propiciado por la mayor igualdad. No debemos olvidar que para tener una sociedad saludable es más importante la educación que la riqueza.
Para que el sector público pueda hacer bien su papel y garantizar a todos nuestro estatus de ciudadanos iguales con derechos y obligaciones lo más importante es una buena política fiscal, sin fisuras y que persiga con éxito el fraude, que permita recaudar de los ciudadanos y las empresas los recursos necesarios para financiar, sin endeudarse, los servicios públicos. Y que, al mismo tiempo, sirva también para ayudar a estabilizar la economía, redistribuir adecuadamente la renta y la riqueza, evitando su acumulación en pocas manos y la transmisión de las diferencias sociales de generación en generación, y que sirva además para minimizar los consumos o actividades perjudiciales para la salud y el medio ambiente. Los impuestos y el bienestar social son siempre las dos caras de la misma moneda. Sin un sistema tributario fuerte, que recaude en torno al 50% de toda la renta producida no es posible vivir en una sociedad amigable, sana y segura para todos. No hay que olvidar que cuando tenemos un problema importante en la vida (vejez, enfermedad, desempleo, violencia…) el sector público debe estar ahí para resolverlo.
Por eso a algunos nos cuesta mucho entender cual es la visión que tienen de la vida social los que pelean, supongo que de buena fe, por acabar con impuestos como el de sucesiones (un impuesto nítidamente beneficioso para la cohesión social), el céntimo sanitario o el de bebidas azucaradas, los que promueven la competencia fiscal entre territorios, la elusión fiscal y el adelgazamiento de lo público, los nacionalistas y populistas, que dividen a los ciudadanos distinguiendo, con absurdos criterios, entre los míos y los otros, y los gobernantes que engañan a la sociedad financiando los servicios públicos con deuda, en vez de con impuestos.
En la actualidad todo este esquema social, además, hay que encajarlo en un contexto internacional de globalización, superpoblación, competitividad, progreso técnico y cambio climático. En vez de planteamientos locales o nacionalistas tenemos que buscar entidades internacionales poderosas que puedan controlar a las empresas, los capitales y los mercados con normas e impuestos globales, eliminar los paraísos fiscales y extender los derechos humanos, el estado del bienestar, la ciencia y las políticas de conservación del medio ambiente a todos los rincones del planeta.
Ese es el reto urgente al que nos debemos enfrentar todos. No es el momento de ser activistas de causas locales, mezquinas o interesadas como las que, por desgracia, vemos en los periódicos cada día.